La melodía de una vieja canción de los
Beatles sonaba en los cascos de mi mp3 cuando me decidí a caminar por aquel
largo paseo. Caía la tarde, las palmeras se contoneaban suavemente por efecto
del viento, la brisa marina acariciaba mi piel y aquellos últimos rayos de sol
aún tenían la suficiente fuerza como para dar calor a mis huesos.
Sobre mi cabeza volaban cientos de sucias
gaviotas. Las había de todo tipo: sombrías, patiamarillas, negruzcas, reídoras,
plateadas, de pico negro; que reunidas en grandes bandadas devoraban con ahínco
toda la basura que los turistas habían generado durante aquel soleado día de
playa.
Ya con una luna llena saludando a la ciudad
puse rumbo a casa. Una vez en mi cama, sumido en un profundo sueño, sucedió lo
inevitable. Las puertas de mi armario se abrieron de golpe y ahí estaban ellas,
posadas en la barra donde siempre cuelgo mis camisas de cuadros. En un
principio eran un par, con cara de pocos amigos, con mirada penetrante. Luego
llegaron muchas más.
Mi habitación se llenó de gaviotas.
Totalmente desorientadas comenzaron a chocar bruscamente contra las paredes y
los cuadros que de ellas colgaban. Se posaban en las estanterías, en la
lámpara, rasgaban las cortinas, destrozaban el ordenador y despedazaban todo lo
que se cruzaba a su paso.
Asustado intenté meterlas de nuevo en el
armario antes de que mis compañeros de piso pudiesen despertarse. Finalmente lo
logré y tumbado de nuevo en la cama traté de adivinar que era lo que todo
aquello quería decir: gaviotas, suciedad, secretos…
Pero de repente mi sueño cambió y me vi de
pie, frente al armario, que ahora estaba repleto de cuervos que revoloteaban
con furia y sin rumbo determinado, crascitando de forma profunda. Acto seguido
volvieron a aparecer las gaviotas.
Cuando el ruido empezaba a ser insoportable y
ensordecedor se hizo bruscamente el silencio. Gaviotas y cuervos habían
desaparecido pero en su lugar apareció una gran paloma blanca a la que
acompañaban cientos de palomas (o palomos, vete tú a saber) y sigiloso me
acerqué al armario. A través de él pude ver una gran plaza atestada de gente
enfervorecida, numerosas campanas comenzaron a tañer y al repicar de las mismas
acudieron de nuevo cuervos y gaviotas, mezclándose con las palomas… ¡Yo no
sabía cómo interpretar aquello! ¡Comenzaba a estar harto de pesadillas y
simbolismos!
Entonces, un señor mayor se asomó a un enorme
balcón perteneciente a uno de los majestuosos edificios que rodeaban aquella
plaza y con gran solemnidad dijo: ¡Habemus Papam!