Cuando todo nos sale mal, cuando no estamos
conformes con nuestras vidas, solemos tender a emprender huidas hacia adelante,
correr y no afrontar aquello que nos trae de cabeza. Es curioso como muchos
recurren al alcohol como vía de escape, bebiendo para olvidar y sin embargo,
terminar recordándolo todo a cada trago.
Beber puede impedirnos articular palabra
alguna y hasta podemos sentir dificultad para respirar. Pero a pesar de todo
seguimos ingiriendo grandes cantidades de esa sustancia sin plantearnos los
efectos que en nuestro organismo produce, como si fuese un líquido mágico,
inofensivo.
A medida que vamos dando tragos el mundo que
nos rodea empieza a parecernos mejor, menos hostil. Nos sentimos hipnotizados,
eufóricos, confusos, anestesiados…y comenzamos a percibir a las personas que
nos rodean menos adversas, los ruidos se vuelven música celestial y la música
se vuelve más rítmica, vencemos de un plumazo nuestra timidez y todo empieza a
ir más lento, cualquier cosa duele menos.
Y fue en aquel preciso momento cuando el
alcohol jugó su papel, anuló mi conciencia, me hizo perder la verticalidad,
dije “hola” al duro pavimento (ahora convertido en mullido colchón), me bajó la
cremallera y me dejé llevar…
No me siento orgulloso, pero tampoco me
arrepiento.
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