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sábado, 23 de marzo de 2013


La melodía de una vieja canción de los Beatles sonaba en los cascos de mi mp3 cuando me decidí a caminar por aquel largo paseo. Caía la tarde, las palmeras se contoneaban suavemente por efecto del viento, la brisa marina acariciaba mi piel y aquellos últimos rayos de sol aún tenían la suficiente fuerza como para dar calor a mis huesos.

Sobre mi cabeza volaban cientos de sucias gaviotas. Las había de todo tipo: sombrías, patiamarillas, negruzcas, reídoras, plateadas, de pico negro; que reunidas en grandes bandadas devoraban con ahínco toda la basura que los turistas habían generado durante aquel soleado día de playa.

Ya con una luna llena saludando a la ciudad puse rumbo a casa. Una vez en mi cama, sumido en un profundo sueño, sucedió lo inevitable. Las puertas de mi armario se abrieron de golpe y ahí estaban ellas, posadas en la barra donde siempre cuelgo mis camisas de cuadros. En un principio eran un par, con cara de pocos amigos, con mirada penetrante. Luego llegaron muchas más.

Mi habitación se llenó de gaviotas. Totalmente desorientadas comenzaron a chocar bruscamente contra las paredes y los cuadros que de ellas colgaban. Se posaban en las estanterías, en la lámpara, rasgaban las cortinas, destrozaban el ordenador y despedazaban todo lo que se cruzaba a su paso.

Asustado intenté meterlas de nuevo en el armario antes de que mis compañeros de piso pudiesen despertarse. Finalmente lo logré y tumbado de nuevo en la cama traté de adivinar que era lo que todo aquello quería decir: gaviotas, suciedad, secretos…

Pero de repente mi sueño cambió y me vi de pie, frente al armario, que ahora estaba repleto de cuervos que revoloteaban con furia y sin rumbo determinado, crascitando de forma profunda. Acto seguido volvieron a aparecer las gaviotas.

Cuando el ruido empezaba a ser insoportable y ensordecedor se hizo bruscamente el silencio. Gaviotas y cuervos habían desaparecido pero en su lugar apareció una gran paloma blanca a la que acompañaban cientos de palomas (o palomos, vete tú a saber) y sigiloso me acerqué al armario. A través de él pude ver una gran plaza atestada de gente enfervorecida, numerosas campanas comenzaron a tañer y al repicar de las mismas acudieron de nuevo cuervos y gaviotas, mezclándose con las palomas… ¡Yo no sabía cómo interpretar aquello! ¡Comenzaba a estar harto de pesadillas y simbolismos!

Entonces, un señor mayor se asomó a un enorme balcón perteneciente a uno de los majestuosos edificios que rodeaban aquella plaza y con gran solemnidad dijo: ¡Habemus Papam!


miércoles, 20 de marzo de 2013

Con no poca asiduidad me cruzo con gente que dice que no se atreve a dibujar, escribir, cantar o bailar porque no se le da demasiado bien o simplemente por vergüenza. Vale, yo mismo soy uno de ellos y he de admitir que es algo que me mata un poco por dentro.

Para sobrellevarlo un poco mejor he fabricado una teoría. Veréis, creo que al nacer nos dividimos por un lado en “productores” y por otro, en “consumidores”.

Al primer grupo pertenecen aquellos individuos que, tocados por la varita mágica de algún ente superior, tienen el don de que un par de trazos en un lienzo les queden resultones; aquellos que en el colegio salían raudos hacia el encerado para leer ante toda la clase la redacción que habían escrito la tarde anterior. Además, suelen ser personas con una personalidad arrolladora y lo confieso, es la gente de este grupo la que suele captar toda mi atención y hacerme enamorar.

El segundo grupo lo componemos aquellos que, en fin, ponemos todo lo que podemos de nuestra parte y tal, pero al final no nos queda más que admirar la genialidad de los primeros. Y aplaudir enérgicamente cuando es debido, claro.

Y francamente, esta división me da asco. La considero arbitraria, ajena a lo que tiene la expresión artística de humano.

Pensad por un momento que aplicamos este mismo criterio a alguna actividad cotidiana, como hablar, por ejemplo. Pues bien, hay gente con voces realmente atractivas, a las que da gusto escuchar, voces que te invitan incluso a la fantasía ¡Joder, si es que algunas hasta te la ponen tiesa!



Otras, en cambio, resultan incómodas, estridentes e incluso a veces parecen no corresponderse con el cuerpo del cual salen.

Sin embargo, todos hablamos (salvo minusvalía). Aún no he conocido a nadie que se niegue a hablarte porque no le guste su timbre de voz o su acento.

Por ello os digo que cantéis, bailéis, escribáis versos aunque no rimen, hagáis puenting, escalada en hielo de riesgo extremo, aporreéis un piano. Yo que sé, que os masturbéis de formas originales...

De verdad, no importa cómo lo hagáis, lo único que importa es ¡hacerlo! Yo ya he empezado aventurándome a escribir (peor o mejor) en la blogosfera. ¿Y vosotros?

Pensad que de todas formas nos vamos a morir.
¡Bienvenidos!