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miércoles, 10 de abril de 2013


Cuando todo nos sale mal, cuando no estamos conformes con nuestras vidas, solemos tender a emprender huidas hacia adelante, correr y no afrontar aquello que nos trae de cabeza. Es curioso como muchos recurren al alcohol como vía de escape, bebiendo para olvidar y sin embargo, terminar recordándolo todo a cada trago.

Beber puede impedirnos articular palabra alguna y hasta podemos sentir dificultad para respirar. Pero a pesar de todo seguimos ingiriendo grandes cantidades de esa sustancia sin plantearnos los efectos que en nuestro organismo produce, como si fuese un líquido mágico, inofensivo.

A medida que vamos dando tragos el mundo que nos rodea empieza a parecernos mejor, menos hostil. Nos sentimos hipnotizados, eufóricos, confusos, anestesiados…y comenzamos a percibir a las personas que nos rodean menos adversas, los ruidos se vuelven música celestial y la música se vuelve más rítmica, vencemos de un plumazo nuestra timidez y todo empieza a ir más lento, cualquier cosa duele menos.

Y fue en aquel preciso momento cuando el alcohol jugó su papel, anuló mi conciencia, me hizo perder la verticalidad, dije “hola” al duro pavimento (ahora convertido en mullido colchón), me bajó la cremallera y me dejé llevar…


No me siento orgulloso, pero tampoco me arrepiento.


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